Hace poco tiempo tuve la suerte de entrevistar al secretario de Educación de San Pablo, Brasil. Su nombre es Rossieli Soares y es el responsable máximo de un sistema que reúne a 3,5 millones de estudiantes y 5 mil escuelas. En aquella conversación Soares afirmó algo muy interesante: “si no logramos que la escuela tenga sentido, perderemos a los jóvenes”. Muchos de los que trabajamos en educación sabemos que el número de estudiantes que repiten y abandonan la escuela es alarmante, pero más allá de la complejidad de las variables que pueden explicar este panorama, Soares expresó con una gran simpleza el rumbo: para sostener a los estudiantes aprendiendo es necesario que la escuela tenga sentido. Sabemos que el camino para evitar el abandono requiere de políticas que acompañen la trayectoria de los alumnos, con tutores y apoyo a las escuelas más vulnerables. Pero el desafío más profundo es repensar las pedagogías para que la escuela tenga sentido para cada joven, yendo hacia un modelo de mayor calidad e inclusión educativa, que permita a cada estudiante descubrir quién es y -como dijo un gran historiador- y ayudarlo a aprender a ser lo que es capaz de ser. En ese desafío, los docentes juegan el rol clave. Ellos son los que pueden despertar poderes en otras personas, valores en lo que ellos valoran. Ellos pueden transformar el mundo de sus estudiantes, ellos son cazadores de talento -como decía una maestra rosarina- y todo lo que podamos hacer para apoyarlos, lo tenemos que hacer. Los estudiantes podrán aprender a trabajar colaborativamente si ven en sus docentes la colaboración. Podrán aprender a pensar de manera crítica si observan y experimentan el pensamiento crítico, científico. Podrán desarrollar valores vinculados con el respeto, con el compromiso, con la escucha, si lo han aprehendido, si lo han respirado en su comunidad educativa. Podrán confiar en sí mismos si un docente, confió en ellos. Si alguien le tendió su mano amiga.
