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Descolapsar la educación argentina

Mariano Narodowski

Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella

y Académico Asociado de Argentinos por la Educación


La educación argentina atraviesa un momento crítico que, aunque no es en lo absoluto novedoso, alerta sobre la posibilidad cierta de naturalizarse y perpetuarse en el tiempo: los problemas serios de equidad, abandono escolar, financiamiento, segregación socioeconómica, calidad de los aprendizajes de los estudiantes, entre otros, conforman un diagnóstico generalizado en el mundo académico, los funcionarios políticos, los medios de comunicación y las familias. Por mi parte, en 2018 publiqué el libro El colapso de la Educación en el que marcaba las líneas de tensión más importante de este empantanamiento continuo.


Pero esto no es de siempre sino de las últimas décadas. Nuestra historia muestra que desde finales del siglo XIX y buena parte del siglo XX, el sistema educativo argentino había alcanzado rápidamente altos niveles de alfabetismo y acceso a la escuela primaria y secundaria, liderando los niveles de escolarización de la región e incluso superando los indicadores de los países de la Europa Mediterránea y los de Asia, con muy pocas excepciones. La formación docente fue ejemplo incluso para los países más desarrollados y la educación inicial pionera a nivel mundial. Pedagogos de todo el mundo viajaban a la Argentina a conocer el milagro de su educación pública. La Reforma Universitaria de 1918 no sólo implicó la modernización de la educación superior: su formato fue seguido como ejemplo por sistemas universitarios de diversas latitudes. La escuela técnica y la formación profesional alcanzaron niveles de excelencia. Durante décadas, la Argentina fue el escenario de progreso y movilidad social ascendente en parte gracias a la contribución de su educación pública y miles de inmigrantes elegían vivir en la Argentina por las oportunidades educacionales que brindaba: padres analfabetos con hijos y nietos universitarios o trabajadores altamente calificados.


Sin embargo, este rica herencia no debe convertirse en un reflejo nostálgico al cual recurrir frente a la frustración y al fracaso actuales. Al contrario, la historia educativa argentina es un tesoro que debemos recrear; una activo que todavía persiste, una guía que muestra lo que fuimos, pero también lo que somos capaces de construir.


De hecho, algunos indicadores educacionales son positivos. Por un lado, la demanda educativa de la población no para de crecer, lo que ya es una marca del pueblo argentino: el derecho a la educación consagrado desde la Constitución Nacional de 1853 es reafirmado todos los días por familias que buscan que sus hijos se eduquen más y mejor. Acostumbrados a este paisaje, lo hemos tornado natural cuando no lo es: muchos países de desarrollo equivalente al nuestro muestran problemas para que la población menos educada asista al sistema educativo formal. En la Argentina, al contrario, todos queremos educarnos, nadie quiere quedarse afuera del sistema educativo. No hay escuelas vacías sino, al contrario, déficits de cobertura para incluir a estudiantes que siempre van por más, a pesar de todas las dificultades.


Por otro lado, buena parte de esa herencia se verifica en el accionar de miles de docentes que cotidianamente llevan adelante su labor aun en malas condiciones edilicias y de alta vulnerabilidad social. Educadores que se comprometen con sus instituciones, que dedican su tiempo y su talento a formar a sus alumnos cada vez mejor. Por supuesto mucho hay para mejorar en su carrera profesional y en sus condiciones laborales para brindar una educación de calidad, pero debemos tener claro que sin este núcleo de profesionales con el que cuenta la Argentina sería imposible encarar cambios como los que precisamos.


Adicionalmente, todos los gobiernos nacionales y provinciales desde 1983 han hecho aportes valiosos que, aunque muchas veces insuficientes, en muchos casos han permitido avanzar en la dirección correcta.


Pero el problema central es la falta de proyecto, de horizonte: la Argentina no tiene una estrategia de desarrollo educacional de mediano y largo plazo. Las diferentes gestiones al frente del Ministerio de Educación de la Nación junto a los representantes ministeriales provinciales en el Consejo Federal de Educación han intentado consolidar iniciativas como el Plan Nacional de Educación de 2012, la Declaración de Purmamarca y el Plan Nacional Argentina Enseña y Aprende de 2016 o el Plan Maestr@ de 2017 que no tuvo continuidad. Pero estas intenciones no han calado en lo profundo del sistema educativo ni en la sociedad en su conjunto, no son monitoreados y evaluados periódica y públicamente y a veces son arena de cambios abruptos de política aun en una misma gestión gubernamental, como el último de los planes enumerados.


También se nota un creciente desinterés por la educación a favor de otras cuestiones de la vida pública argentina que siempre reclaman las respuestas urgentes que la educación no tiene. Y la falta de una necesaria continuidad en altos funcionarios políticos de la educación que a veces son reclamados para otros menesteres políticos, electorales y partidarios y así desviados de la gestión educacional.


Las organizaciones de la sociedad civil, los sindicatos, las asociaciones empresariales, las religiones y los medios de comunicación también han hecho aportes significativos a la educación, cada uno desde su lugar, con su propio enfoque y con su propia capacidad.


En algunos casos se ha logrado suplir o al menos aminorar las deficiencias de las políticas públicas y en otros se ha contribuido a que escuelas, alumnos y estudiantes estén un poco mejor y puedan alcanzar mejores resultados, estrechando vínculos con gobiernos y legislaturas. Durante las pandemia del Covid-19, surgieron desde lo más profundo de la sociedad grupos de familias que lograron poner en discusión la situación del cierre/apertura de escuelas y que intentan recrearse y continuar en la pos pandemia.


Pero estos esfuerzos no alcanzan para cambiar el curso de los acontecimientos. En sociedades democráticas con sistemas educativos afortunadamente tan extendidos, es la política educativa la que tiene la obligación de producir el mejor gobierno de la educación y garantizar el derecho a la educación de calidad para todos los habitantes, sin distinciones.


Todos estos emprendimientos sociales podrán seguir su curso en forma más o menos exitosa pero todo será insuficiente, y hasta contraproducente, si la Argentina no encara una estrategia de desarrollo educativo acorde a sus necesidades y sus posibilidades: un plan decenal con metas claras y cuantificables, con responsabilidad por los resultados en todos los niveles y un acuerdo trans-grieta para salir del colapso.


¿Es posible concretar un plan de esta naturaleza? Difícil saberlo si no lo intentamos de verdad.


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